Por: Ignacio Romero Carranza
Catholic.net
Hoy es el silbato de salida. Todos los católicos estamos llamados a
vivir los próximos cuarenta días en profunda reflexión sobre los acontecimientos
ocurridos en la Semana Santa. Con el Miércoles de Ceniza, los fieles
comenzamos a vivir en un clima penitente para arrepentirnos de nuestros pecados
y convertirnos de corazón. Esas son las dos palabras clave de este
tiempo: arrepentimiento y conversión.
Ahora bien. La celebración del
miércoles, que marca el inicio del tiempo cuaresmal, es una que tiene una
particularidad comparada con el resto de las liturgias: la imposición de las
cenizas. ¿De dónde surge esta práctica? Antes de Cristo, judíos y ninivitas
utilizaban la ceniza como un símbolo de penitencia. Años más tarde, los fieles
católicos comenzaron esta práctica para prepararse para la celebración de la
Semana Santa y, ya en el siglo XI, se agrega al misal el rito del Miércoles de
Ceniza.
Acostumbrados a vivir en la rutina, es
muy fácil tratar al inicio de la cuaresma y al resto de este tiempo como un día
más del año. Sin embargo, es necesario considerar algunas cuestiones antes de
hacer caso omiso de la fecha.
El hecho de recibir cenizas tiene como objetivo
recordarle al fiel su origen. “Recuerda que eres polvo y en polvo te
convertirás”. Con un sentido simbólico de muerte, caducidad, humildad y
penitencia, la ceniza ayuda a que mires en tu interior y descubras esas cosas
que necesitan de la misericordia de Dios. Ayuda a reconocer que somos
débiles, que vamos a tener un final y que necesitamos de la Pasión, Muerte y
Resurrección de Jesús para poder llegar a vivir junto a Él en el Reino de
los Cielos. Esta mirada a la interioridad de uno, de reconocer las fallas y
querer arreglarlas, entra en la dinámica de las dos palabras claves de la
cuaresma. Al reconocer nuestros pecados, nos arrepentimos y, al querer
cambiarlos, nos convertimos.
Para vivir este tiempo de la mejor
manera posible, la Iglesia propone tres actividades claves, destinadas a
fomentar un crecimiento espiritual y cierta mortificación exterior: la oración, el ayuno y la limosna. Estas tres formas de penitencia demuestran una intención de
reconciliarse con Dios, uno mismo y los demás.
Contrario a lo que muchos sostienen, la
oración no fortalece nuestra relación con Dios. La oración es nuestra relación
con Dios. El constante diálogo con nuestro Padre, la meditación a conciencia de
su palabra, es la relación personal a la que todo cristiano debe aspirar. Se va
haciendo más fuerte, fruto de esa relación que se entabla en el hablar con Él.
Es decir, la oración no va a hacer que, como por arte de magia, tu relación con
Dios mejore.
La oración es tu relación con Dios y,
por tanto, debes preocuparte por hacerla cada vez mejor. Se podría considerar
para algunos una mortificación por lo que exige: tiempo. Hay que renunciar
a ese tiempo que le dedicaríamos a la serie, el deporte o simplemente dormir, para
poder hablar con Dios. En Mt 6, Jesús nos enseña la oración de oraciones:
el Padrenuestro. En esas frases, Cristo describe cómo ha de ser nuestro trato
con el Padre.
Por otra parte, está el ayuno;
apunta a que el fiel adquiera dominio sobre sus instintos y libere su corazón,
así lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica en su numeral 2043. Como dijo
Jesús: “No solo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de
la boca de Dios”. Aprender a dejar de lado eso que queremos comer o tomar, para
darle lugar a Dios en nuestra vida, es otra excelente manera de vivir la
cuaresma.
Por último, la limosna. Renunciar
a un bien propio para darlo a un hermano que lo necesita. Hoy en
día, la gente vive muy apegada a lo que le pertenece, a lo que tiene. Algunas
personas hasta se definen por eso que está bajo su posesión. Saber dejar de
lado todo eso para poner al prójimo por encima de las cosas materiales,
devuelve el orden natural de las cosas a nuestro interior. Ese diseño que Dios
pensó de poner a todas las cosas al servicio de los hombres, los cuales son
todos iguales ante Dios y peregrinan para llegar a Él.
Las cenizas están hechas con las palmas
del Domingo de Ramos del año anterior, mezcladas con agua bendita e incienso.